Se me hace extraño que solo hace un puñado de horas hablaba de lo habitual y costumbrista que se volvió para mí empacar faltando poco para un vuelo, y lo ideal que me parece hacer jocoso el hecho de no dormir la noche antes. Es muy marcada la tendencia, y es más de lo mismo...procastinar para evitar que llegue lo inevitable, como aquel que aguarda la llegada de su hora final.
Casi en un parpadeo estoy en la sala de espera, dos vistazos al teléfono y ahí está mi llamado...el tiempo es fugaz, pero cada tic tac del reloj es una puñalada en el deseo de regresar a casa.
Entre demoras y más demoras, entre protocolos y procesos de desinfección...una voz confusa sale por el alto parlante indicando nuestra hora de partir. "El pajarraco" - como dice el señor de atrás - se precipita y emprende su búsqueda de las nubes. A través de mi ventana veo directamente "las plumas de hojalata probando finura", mientras irrumpen en el cristal las turbulentas gotas de agua de una mañana lluviosa del valle de Cauca (tan habituales por estos días).
Surcando el cielo, veo las parcelas multicolor del monocultivo que se van haciendo cada vez más insignificantes...quizás del mismo modo que lo son en la cotidianidad para quienes no dependemos de ellas. Por un momento, fijo mi vista en una pequeña parcela que se abre paso entre la extensión interminable de caña.
Pienso en mi familia, en el hogar que dejé. Pues en la parcela se erguía una tímida casa, quizás habitada por un padre cortero, su esposa entregada al hogar y su pequeño niño feliz entre los cortes de la caña y olor constante a brea.
Cuan insignificante es la realidad de nuestros pequeños hogares, en esta sociedad tan llena de problemas enormemente trascendentales como la subida del dólar y el incremento del precio en los barriles de petróleo.
Entre colisiones con las nubes y rayos de sol, vienen a mi mente mis lágrimas de niño por el dolor del otro "sufriente" y necesitado, y se combinan con el dolor presente de estar cada vez más lejos de casa. Y por el momento sigue siendo martes...
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