NO SE LLEVA, NI SE SOBRELLEVA...

 "¿Qué tan triste debe estar un corazón para querer incendiar su propia morada?" -se preguntó Felipe, en el camino de costumbre a su lugar de trabajo-. Inmediatamente le susurró en su cabeza otra voz que le decía: "¿Qué tan triste debe estar un corazón para sentirse deseoso de escuchar un tic tac de goteo, derramándose de su muñeca?".

Entre espasmos de locura, levantó su cabeza al cruzar en la esquina y le preguntó al viejo panadero que sacaba sus creaciones del horno como cada mañana: "!Henry¡ Tú que sabes de la vida... ¿qué tan desquiciado tiene que ser un hombre para sentir el deseo de arrancar su piel, parte por parte, con sus propias manos?"

A lo que Henry le respondió: "No te agobies muchacho, no es una condición tan atípica." Y arriesgándose a llegar tarde y no marcar tarjeta oportunamente, Felipe frenó en seco para decirle: "¿Cómo lleva usted esto de morir mientras los demás viven?". 

"No se lleva ni se sobrelleva. A veces uno se subleva, pero se detiene antes del punto final."

Felipe no entendió mucho aquella frase del panadero Henry, con sus cabellos plateados ya asomándose en su cabeza, su mirada triste y sus labios curvados, como de una sonrisa tatuada, gélida e inamovible se tratara. "Algo tendrá que conocer este viejo", dijo Felipe para sí mismo. "Cuando me haga como él, quizá entenderé...o quizás lo superaré y no me detendré antes del punto final. Sea lo que sea, que esto signifique". 

Hizo una mueca en pleno semáforo, y pensó: "O quizás no haya necesidad de esperar a ser como él. Ya puedo ver que mi miseria parece más profunda incluso que la del viejo Henry. ¿Para qué esperar y aguantar?...jumm...tal vez". 

Si nos pusiéramos en los zapatos de los conductores que lo vieron atravesar la cebra, creo que nos hubiesen surgido dos caminos: 

  • Lanzarle nuestro auto encima para acabar con su locura.
  • Ó, dejar afectar nuestro ánimo del día al capturar esa imagen desgarradora de un tipo joven, con mucho por vivir, y con una actitud de ciervo en las fauces del león cuando sabe que ya no tiene escapatoria alguna.
¿Qué le diríamos a este joven? ¿Cómo lo ven? ¿Qué le damos para que resurja? ¿A quién le ponemos en el camino para que florezca la llama de la vida en su ser? ...esto estarían pensando los dioses en el cielo, al verle caminar, desolado, a las 7 de la mañana hacia el restaurante-bar del que saldrá a la media noche.

Me disculpo si no continúo de la mejor manera el hilo de esta historia, me identifico mucho con este chico Felipe. Día tras día le veía, paso a paso, recorrer su vida; en cada paso iba pensando en una caída de su vida. Normal que blasfemara de toda persona que se cruzaba, normal que despreciara las oportunidades de crecer, si desconfiaba hasta de su sombra. Prefería disfrazar la frustración en los excesos de sustancias psicoactivas, aunque siempre después de la jornada laboral. Algo de cordura había entre tanta locura, algo de decencia, algo de preocupación por ser aquello que todos querían y esperaban de él (aún cuando ninguna de esas personas estaba viva). Se arraigaron en su ser y lo condujeron más allá del punto final...

Y no se va de mi cabeza, aquella pregunta de "¿qué tan triste debe estar un hombre para no habitar sino flotar entre las multitudes, y esperar con desdén que algún sobresalto le ponga fin a su sufrimiento?".

Hasta el propio Felipe se lo preguntaba en medio de sus lagunas putrefactas y malos viajes: ¿Cómo podía seguir con su vida? ó ¿dirigir su palabra a las personas sin arrancarles la garganta de un mordisco? Hoy por hoy, sigo sin explicármelo. Tanta irá y rencor contenido; tantos sentimientos atragantándolo de jovencito por intentar ser respetado y reconocido por aquellos que lo criaron. Sin ser psicólogo ni criminalista, me arriesgo a decir que Felipe podría ser una potencial máquina de matar, o al menos pensarlo y decírselo a sí mismo le hacía sentir más seguro...

Un día pasó...el reloj cucú del restaurante sonó. "Llegó la hora de los hombres lobo" -se dijo-. No le importaron las cuatro mesas que aún estaban pendientes de recoger, con restos de alimentos a medio comer y botellas de vidrio vacías. Ya el administrador no le decía nada a Felipe, quizás por miedo, quizás por lástima y, aunque frunciendo el ceño, con la esperanza de que un día ese joven recapacitara y se animara a vivir la vida.

Unos ojos tristes, sin rumbo. Los pasos desanimados, pero con irá golpeando el asfalto. Un par de pesos en el bolsillo, lo suficiente para llevarse una barra de pan, que pasaría en su recinto con un poco de chocolate psicoactivo. No sabía si le cobraban más o menos cada día, con tal de que nadie le molestara para entrar a la pensión y desnudarse antes de cruzar la puerta de su habitación. El reproducía imaginariamente su rutina, una y otra vez, mientras caminaba desde el trabajo, como si de un robot se tratara.

Pero inexplicablemente algo en el equilibrio universal se rompió, descubrió que ese día tenía que joder al mundo, joder a su mundo, y joderse a sí mismo. Cruzó en rojo el semáforo de la esquina previa a la pensión, suerte que únicamente una camioneta a velocidad media, le rozase el abrigo. Ofreció medio sueldo de ese día a una alcantarilla que estaba abierta como trampa mortal, justo al terminar esa cebra. Tuvo un encontrón de palabra con su jíbaro de confianza, pero finalmente consiguió su caramelo a mitad de precio. Dejó el valor de media noche de habitación en el mostrador...todo ese día fue a medias. 

No se desnudó en la puerta de la habitación, solo dejó caer su camisa en el pasillo. La tiró lejos, como si la estuviera heredando al próximo heroinómano que pasara por ahí. La puerta entreabierta...su cuerpo entró dando tumbos por la poca luz, esa noche no quizo encenderla: "¿qué tan triste tiene que estar un hombre para querer habitar solo, en medio de la oscuridad? ¿Qué tan miserable debe ser para que éste sea el único lugar donde puede, debe y quiere habitar?" -creo que eso pensó-.

Desesperadamente, abrió la papeleta que consiguió en la entrada y la suministró a su cuerpo por vía oral y nasal. Pero se aseguró que quedara un poco en la bolsita. Se recostó en el mugriento sofá, que daba al de frente al antiguo espejo de la sala. Deslizando temerosamente su mano izquierda entre los cojines, empuñó un mango helado y metálico, sacó fuerza de su mano inhábil para sujetar y extraer el arma que allí estaba. Había sido dejada allí, al parecer por un viejo policía debido al tipo y a las inscripciones que habían en ella. Se arrepentía y se alentaba, se arrepentía y se alentaba, todo era a medias esa noche. Todo, excepto la detonación de pólvora que estremeció todo el lobby de la pensión San Rafael, aquella noche de fecha cualquiera.

Quise contar esta historia, escribirla frente al cadaver de mi inseparable amigo. Porque todavía lo miro, con su gélida expresión y su cráneo explotado, y sigo preguntándome "¿Qué tan destruído tiene que estar un hombre para sobrepasar el punto final, sin sufrir ni la mitad de la miseria que vive el viejo Henry a diario?".


Firmado,

El que siempre mira desde el espejo.




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